viernes, 29 de noviembre de 2013

Crónicas kosakas




Si os hubierais acercado un solo instante a aquellos vetustos y destartalados vestuarios donde reposaban nerviosamente estos hombres, os hubierais creído estar frente a algún suntuoso y radiante altar, uno de aquellos donde se exhiben nobles imágenes y portentosas figuras de culto. Presentes allí, en sus improvisados aposentos, la mano del Destino tenía sujetas todas sus almas.


Apenas unos metros les separaban de su cometido, una responsabilidad que les abrumaba y encandilaba a partes iguales. El reconfortante calor de su antesala que ya les quemaba, la amplitud del espacio que ahora les agobiaba, la angustia de la incertidumbre que les hastiaba la noche anterior, el recuerdo de emocionantes retos pasados; todo esto constituían estímulos que impulsaban sus corazones. 

Eran quince kosakos no muy dispares de aquellos que antaño asolaron el norte de Europa; quince kosakos saturados por el humo del tabaco y los efluvios del alcohol, quince kosakos calzando las más embarradas y roídas zapatillas que podríais imaginar; quince kosakos afectados de diversas contusiones y dolores musculares; quince kosakos de profunda mirada que escuchaban absortos las arengas previas a la contienda bramadas por su capitán; quince kosakos incomprendidos, incapaces de explicar a una sufrida madre las bondades que conlleva una vida a palos; quince kosakos dispuestos a jugarse su ya de por si maltrecho físico por un deformado balón de caprichosos y anárquicos tumbos. Quince kosakos tan insignificantes o espléndidos como los héroes de Stalingrado o Aljubarrota, que libraron bajo el sol, o anegados bajo la lluvia, sus particulares batallas en ese desangelado y maltrecho terreno de juego que responde al prosaico nombre de Cantarranas.

Allá, en el campo, después de agradables minutos bregando contra las adversidades, contra las más rudas faenas, de esas que te quiebran las muñecas y te nublan la vista, cuando respiraban para apartarse el barro de la cara que no les dejaba ver, o se quitaban el bucal para poder escupir, todos escuchaban nuevamente los reclamos de sus compañeros. Sin tiempo un solo instante para retraerse cada uno en su particular tabernáculo del alma, surgía, como ese viejo fantasma que les mantiene despiertos, la sensación de tener que estar preparados para de nuevo ajustar la mirada hacia ese diferente mundo al que acuden con temeraria sonrisa todas las semanas.

Tras ello, hermanados, acudían, allende costas y mareas, a la cantina con el fin de aliviar pesares y rememorar metas recién conquistada. Al son de vetustas hazañas, regaban sus gaznates de los cuales brotaban estridentes alaridos, convertidos en reconfortantes cánticos para la ocasión. Lo único que deseaban para completar el cuadro era algo fuerte para beber, porque si lo hubiesen tenido se habrían emborrachado y se habrían puesto sentimentales o enloquecidamente furiosos.

No, quizás no sea del todo así. En realidad, no necesitan beber nada. Estaban embriagados de solo pensar en jugar de nuevo un partido de rugby.


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